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VOLÚMEN 2 / NÚMERO 1 / PÁGINAS 7-18
RECIBIDO: 27-06-2020 / APROBADO: 03-08-2020
www.revpropulsion.cl
Hacerse una imagen: mujeres y educación en la
Roma imperial
Making an image: women and education in the Imperial rome
DRA. NORMA H. HERNÁNDEZ GARCÍA
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)
Mail: norma.hortensia@gmail.com
RESUMEN. El propósito del texto es destacar la relación entre la losofía, como
modo de vivir en Roma, y la educación de las mujeres. Asumimos que la importancia
de la armación individual en este horizonte se asocia con su presencia en la sociedad
relacionada con un nombre (casa familiar), y se reconoce por el modo en que su vida
queda grabada en los registros públicos. Por lo que ajustarse a un régimen moral a
través de la reexión, es decir, convertirse en sujeto ético es una tarea que asume
cada individuo, y no precisamente una obligación. Lo cual resulta relevante para
la discusión contemporánea en la constitución de la subjetividad. Finalmente, se
desea llevar la atención sobre la expresión de la subjetividad femenina, dentro de
los márgenes de acción que su horizonte histórico posibilita e, incluso, da lugar a las
manifestaciones de la resistencia.
PALABRAS CLAVE: Subjetividades, imagen de sí, género epistolar, educación,
losofía antigua.
ABSTRACT. e purpose of the text is to highlight the relationship between
philosophy, as a way of life in Rome, and the education of women. We assume that the
importance of individual armation in this horizon is associated with their presence
in society related to a name (family home), and is recognized by the way their life is
recorded in public records. So adjusting to a moral regime through reection, that
is, becoming an ethical subject is a task assumed by each individual, and not exactly
an obligation. Which is relevant for the contemporary discussion of the constitution
of subjectivity. Finally, it is desired to draw attention to the expression of female
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Hacerse una imagen: mujeres y educación en la Roma imperial
subjectivity, within the margins of action that its historical horizon makes possible
and even gives rise to the manifestations of resistance.
KEY WORDS: Subjectivities, self-image, epistolary genre, education, ancient
philosophy.
E
n general, cuando nos hacemos una guración de Roma, lo simplicamos todo a aquello
que vemos: los restos arqueológicos, las esculturas, los textos, etc. Evidencias en las cuales se
omite una multitud de relaciones signicantes, cuyos protagonistas son millones de personas, a
quienes se ha calicado atinadamente de “romanos invisibles” (Knapp, 2011). El porcentaje de los
romanos de los que tenemos noticia es ínmo, respecto de todos aquellos que vivieron y actuaron
en ese mundo. Evidentemente, los romanos más presentes en nuestro imaginario son aquellos
que por sus talentos, la conservación de sus obras, su participación en el gobierno o sus acciones
determinantes en la transformación de su mundo, dejaron una huella indeleble en el curso de la
historia. Aledaños a éstos, encontramos también a una élite que pone en evidencia la conformación
del mundo objetivo, principalmente por su afán de notoriedad. Ellos, en buena medida, son los
artíces de la materialidad en cuyos restos descansan nuestras observaciones –casi prejuicios–
sobre Roma. Nuestro objetivo es llevar la atención hacia ciertos aspectos del esfuerzo desplegado
por esta élite para hacerse romanos visibles, en el cual, las mujeres juegan un papel signicativo.
Consideramos, pues, que entre aquellos que están en la cúspide de la sociedad romana y el
grueso de la población que hizo subsistir al imperio romano (esclavos, artesanos, soldados, etc.),
actuó una élite cuya posición no está dada de suyo. Es decir, a pesar de que la romana no es una
sociedad democrática, que planteara igualdad de oportunidades a todos los individuos, el lugar
que se alcanzara en la jerarquía social estaba constreñido, entre otros factores, por la imagen de sí
que podían elaborar estos individuos. En tal elaboración, se abrió un espacio para la armación de
sí (en este sentido, armación de la libertad) que alcanzaron algunas mujeres, tal como deseamos
exponer, en el ámbito del saber en general y, especícamente, en la losofía.
Es difícil hablar de una sola constitución de lo femenino cuando se trata de Roma. Las
manifestaciones de la femineidad son múltiples, tanto en las diferentes etapas del gran lapso de
tiempo en el que concentramos a Roma, como en las diferentes escalas sociales. Para no perdernos
en tal pléyade de referencias, nos concentraremos en las romanas educadas de los siglos I y II.
Es decir, en pleno imperio. Se procede considerando tanto que la educación de las mujeres es
un factor decisivo para hacer notorio el propio nombre, como que a través de la educación, en
particular la losofía, algunas como las Arrias se presentan con la entereza de los lósofos estoicos.
Antes de avanzar con nuestro propósito, debemos señalar pautas precautorias acerca de los
parámetros que adoptamos para la comprensión de la subjetividad. En principio, la de la concepción
del individuo como singularidad independiente de las relaciones que le posibilitan, cuestión que
han encarado quienes estudian las relaciones de los sujetos consigo mismos en la antigüedad
y han debido abordar las problemáticas que suponen pensar el “yo” en el mundo antiguo (Aubry,
2008, pp. 9-16). La cuestión problemática que deseamos indicar es que al pensar, al individuo
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Revista ProPulsión. Interdisciplina en Ciencias Sociales y Humanidades
como singularidad independiente, se nos remite a una consideración esencialista del sujeto.
Problema que surge con la modernidad y que la propia modernidad encara, pero que debemos tener
en cuenta cuando consideramos el pasado, pues suele suceder que se busca a un sujeto idéntico a
nosotros, con nuestras complejidades morales y psicológicas. La posición que se adopta en el presente
texto es que no existe tal esencia. Sostenemos que la subjetividad está ligada a las condiciones
espirituales y materiales en que irrumpe. De modo que, más que ubicar al sujeto en el mundo
antiguo –con los términos a través de los cuales la modernidad lo concibe–, nuestro análisis se
enfoca hacia las subjetividades. Es decir, nos enfocamos en los modos en los que los individuos
se relacionan con los objetos, con los otros individuos y consigo mismos. Esta forma de pensar la
subjetividad, con énfasis en la relación como actividad, conduce a concebirla como forma, más que
como esencia. Forma que adquiere sus contornos en relación con el horizonte material-histórico
en que irrumpe. Con todo, es notorio que utilizar la palabra “individuo” –casi inevitable cuando se
trata de señalar a un ser humano especíco–, por la armación de sí que supone, puede llevarnos
al equívoco de la soledad del sí mismo. Una soledad inexistente en la antigüedad romana, pues las
formas de la subjetividad están aanzadas muy estrechamente con los lazos de pertenencia –y de una
marcada interdependencia– a la familia, el Estado, el contubernio, etcétera.
A pesar de que encontremos la armación de individuos singulares que se sustentan en sí
mismos, como las personalidades de quienes integran el movimiento cultural conocido como
segunda sofística (Anderson, 1993, p. 3), quienes brillan por mérito propio, hacerse de una imagen
no es cuestión de armación individual, sino de destacar los vínculos de pertenencia, tanto al
nombre familiar como a la ciudad. Son muchos los factores que entran en juego, en la elaboración
de sí mismos, que los romanos buscan (Giardiana, 1991). No sólo es cuestión de conseguir
una gran fortuna, también el modo de gastarla, ascender escaños en la carrera política, a veces
también militar, conseguir una clientela abundante, tener o inventarse genealogías con ancestros
memorables –incluso dioses– (Nicolet, 1991). Ahora bien, la importancia de la presencia a través de
la imagen tiene un sentido literal. No basta con que corran las noticias de las hazañas, ya que estar por
un tiempo en boca de todos no marca ninguna presencia (Veyne, 2001, pp. 109, 123, 159-161). Los
romanos interesados en hacerse visibles dejaban constancia de sus actos en placas conmemorativas,
bases de estatuas (aunque las mismas no fueran representaciones personales), numismática (cuando
se estaba a cargo de la moneda), o bien, monumentos fúnebres, a los cuales calica Pierre Grimal
como un signo dirigido a los vivientes: “La tumba no es solamente para él [el romano] un lugar de
reposo en el que sus cenizas vuelvan a encontrar el ‘sueño de la tierra, […] es antes que todo un
monumento, un signo dirigido a los vivientes, que perpetúa el recuerdo de sus acciones” (1999, p. 75)
Al enfrentarnos a estas imágenes, nos encontramos con una problemática importante: en ellas,
se vierte, casi siempre, la proyección de sí de los personajes, más que una representación dedigna
de la realidad. Paul Zanker lo señala enfáticamente: el artista no vierte su inspiración en la creación,
obedece a los deseos de su cliente (1992). Con lo que resulta que lo que tenemos son imágenes
idealizadas de sí mismo, de acuerdo con la tendencia del momento: ancianos desdentados y calvos,
hermosas guras helenizadas, o bien, la exaltación de ciertas virtudes. La cuestión destacable
es que, seguramente, las esculturas con que contamos no expresan cómo fueron los hombres y
mujeres a los que representan, tanto como la manera en que desearon permanecer en la memoria
de sus congéneres (Zanker, 1992, pp. 23, 53).
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Hacerse una imagen: mujeres y educación en la Roma imperial
Lo que se ha señalado como la armación del nombre tiene también una referencialidad que es
necesario precisar. Pues tanto poseer un nombre, como el esfuerzo por hacerlo reconocible, tiene
una importancia de primer orden, ya que no alude a la individualidad burocrática de nuestros
tiempos, por lo que escapa a las implicaciones epistemológicas de la modernidad a las que se
reeren autores como Jacques Derrida (1994, pp. 121-132). El nombre en Roma no es únicamente
un medio para facilitar las relaciones, señala principalmente la posición social.
1
El privilegio de
quien tiene un nombre señala su ciudadanía, arma los contornos de su propio mundo (Johnston,
2010, pp. 41-55). El nombre remarca tanto el sentido de pertenencia a un universal, en este caso
la ciudad y sus leyes, como congura también a esa misma universalidad, justamente al armar
el deseo de pertenecer a ella. No se observe esta idea como una recursividad vacía. Siguiendo a
Georg Wilhelm Friedrich Hegel, la armación de la exigencia de las leyes da lugar al espectro de
referencias que posibilita que se arme un singular, un individuo, si se quiere especicar así. La
exigencia de la ley es el espectro a través del cual sus propios actos adquieren sentido (Pinkard,
1988, pp. 79-80). Tanto la observación de las leyes, como el alejamiento de las mismas, marca los
bordes signicativos desde los cuales los romanos señalan su propia identidad. El punto destacable
es que esas leyes no consideran todas la individualidades –como en el mundo moderno–, sino al
orden de la ciudad y una ciudadanía marcada por las élites que le dan soporte al Estado (Hegel,
1966, pp. 283-287 y Marquet, 2009, p. 287). Grimal ha señalado, atinadamente, que este orden
fue el que garantizó su prevalencia durante siglos (1999). Lo interesante es que, a través de la
conquista, los romanos elevaron el orden de las leyes de la ciudad al orden del mundo.
La hipótesis de trabajo que seguimos es que los romanos de diversas procedencias hicieron
esfuerzos especícos para elaborar una imagen de sí, que converge en la unidad familiar a la que se
pertenece. Recordemos también que la familia en Roma no se dene por vínculos sanguíneos; su
estructura, en términos generales, se constituye por una estructura binaria: el Pater familias, como
cabeza: sui iuris, “su propio dueño, independiente”; y los alieno iuri subiecti, “sujetos a la autoridad del
otro, dependientes, que son la esposa, hijos, hijas solteras, hijos adoptivos (casados o no), parientes
ligados en lazos masculinos, esclavos y clientes. Siguiendo tal pauta, la representación pictórica, las
esculturas y las cartas que han llegado a nosotros sobre mujeres romanas tienen un impacto sobre
el cual deseamos llamar la atención. Tomando en cuenta que las esculturas no son la imagen más el
de las romanas a las que representan (Zanker, 1992, p. 199), nuestra atención se ha de reconducir a
los signos que transmiten y, con mayor interés, a las características que las familias desearon hacer
permanentes, es decir, la armación de la unidad familiar en función de los valores que operan
dentro de la universalidad respecto de la cual se denen.
Es claro que cuando nos referimos a la universalidad como proceso, nos alejamos de una
concepción a-temporal de la misma. Para ejemplicar nuestro punto, tomemos un aspecto
importante de las leyes romanas: el matrimonio. Casarse es una prerrogativa de los romanos en
1.
Los elementos del nombre, en términos generales, son: el nomen, que señala la gens; el cognomen, que indica la familia;
por último, el praenomen, que señala la distinción como individuo. De acuerdo a la época y méritos, se añadieron
nombres suplementarios, fuera por ampliación de la gens o por adopción. Lo mismo, respecto al cognomen ex virtute,
que designa méritos especícos, como Publio Cornelio Escipión Africano quien triunfó sobre Aníbal, o bien, doble
cognomen, que era un apodo asignado por características propias: Cornelio Escipión Nasica Corculum (docto en las
leyes ponticia y civil).
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derecho pleno, sancionado por los dioses y reconocido por la ley civil (Johntson, 2010, pp. 62-63
y Grimal, 1999, p. 88). Los procedimientos y efectos que el mismo tenía fueron conformando los
medios por los cuales se pueden considerar los propios actos. El quebrantarse de uno de
los aspectos de ese compromiso que era la institución del matrimonio –con la autorización de las
bodas de los tíos con las sobrinas, o de los aristócratas con plebeyos– fue síntoma de que la sociedad
misma se estaba transformando, lo cual dio lugar a nuevas formas de relación, nuevas formas de
ser sujeto. Lo que llamamos Roma, como unidad, tuvo transformaciones en abundancia, pero la
preeminencia de la ley y la armación respecto a la ciudad y la familia se mantuvo siempre presente.
Sabemos que la primera mujer que tuvo derecho a una estatua pública fue Cornelia, la madre de
los Gracos (Pomeroy, 1999, p. 172). Entre las loas que se hacen a su memoria, lo que más destaca
quizá no sea tanto la heroicidad de sus hijos como la de su participación en la educación de los
mismos: “Ellos son mis joyas, le dice a una amiga inoportuna. Hagamos un ejercicio de asociación
–a falta de la estatua de la propia Cornelia–, para señalar las distinciones de la matrona.
Siguiendo con la idea del casamiento como prerrogativa de los aristócratas romanos, pongamos
atención a la formación de la imagen de las mujeres. De acuerdo con el identicado por Zanke
programa de renovación cultural, implementado por Augusto, la matrona, que era la mujer
casada con o sin hijos, debía portar la Stola, que se distinguía, de acuerdo con su dignidad, con
franjas púrpuras entretejidas, como la toga praetexta de los senadores. Qué tanto se apegaran las
aristócratas romanas a este uso es algo que no se puede asegurar, pues las costosas telas vaporosas
seguramente eran más atractivas que la stola. Lo cierto es que esta prenda se convirtió en símbolo
de “virtud” y, se nos informa, también de “protección contra importunidades. Así, revestía gran
dignidad presentar a las mujeres en las esculturas portando esta prenda, que colgaba de los
hombros con tirantes y cubría hasta los pies, además de distinguirse con una cinta de lana en el
peinado (Zanker, 1992, p. 199).
Retornando a Cornelia como imagen idealizada de la matrona, sobresale su función como
educadora de sus hijos, lo cual implica tanto que los ha atendido –no los entrega a las ayas para
que se ocupen de ellos–, como que les ha transmitido conocimientos. En su caso especíco,
encontramos que en la casa paterna tuvo acceso a ambicionadas bibliotecas, producto de botines de
guerra, con lo que asumimos que conocía bien el griego. Era lectora, además de escritora
de cartas, de las cuales ensalza Cicerón su expresión (Bruto 211). Cabe preguntarse: ¿era este género de
educación común para las romanas? Considerar esta pregunta nos remite a nuestra posición
de principio: en Roma no hay una población, como nuestra política contemporánea concibe
(Foucault, 2006, p. 27), por lo que no cabe esperar que el Estado se preocupara de una forma
de educación homogénea, tampoco comparable al compromiso que asumieron las ciudades
helenísticas (Marrou, 1998, pp. 151-154).
Bajo el imperio, en algunos momentos especícos en la formación de la cultura romana,
ciertos emperadores, como Antonino Pío y Marco Aurelio, beneciaron scalmente la actividad
de los maestros (Marrou, 1998, p. 410). Se debe observar que, en todo momento, la educación
es una forma de introducir a los infantes al propio mundo. En tal sentido, el tipo de educación se
relaciona con el horizonte social al que se pertenece. Así, en buena medida, incluso respecto
a esclavos o ciudadanos pobres, en la Roma imperial la educación queda supeditada a la iniciativa
y actividad privadas (Marrou, 1998, p. 407).
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Hacerse una imagen: mujeres y educación en la Roma imperial
Ahora bien, aunque el semblante de la educación romana no fuera unívoco en general, el
curso de la formación educativa siguió la trayectoria establecida desde la época helenística que,
grosso modo, consistía en tres etapas: la primera, en casa, donde aprendían las primeras letras y
los rudimentos del cálculo; después, acudían los niños y niñas, acompañados de su pedagogo, al
establecimiento del gramático. De acuerdo con la riqueza de la familia, podían tener al gramático
en casa, con lo que se evitaban las peligrosas caminatas al establecimiento del maestro. La
siguiente etapa sería la retórica, para nalizar con el estudio de las leyes y la losofía. Como se ha
dicho, marcamos este trayecto en términos generales. En esta última etapa, podría no recurrirse
a maestros, en sentido profesional, sino al contubernio, es decir, a los amigos del pater familias, o
darse cumplimiento acompañando a los mayores al senado.
A la etapa nal de la educación, no alcanzaban a llegar las chicas, pues se consideraban aptas para
el matrimonio desde los doce años, casándose, en promedio, a los catorce. En algunas ocasiones, el
esposo, quien generalmente era mucho mayor que ella y no sólo había concluido sus estudios,
también podría haber iniciado el cursus honorum, continúa con su formación (Hemelrijk, 1999,
pp. 18-28). Este punto es relevante, pues, aunque es claro que el orden patriarcal de la sociedad
romana coloca a las mujeres en la administración de la casa, esto no implica que ellas mismas se
involucraran en actividades domésticas. Para decirlo en breve, su lugar no era la cocina. Si bien,
de acuerdo con la moral augústea deben ser capaces de hilar, su gobierno sobre la casa se remite
a la supervisión de los esclavos (Pomeroy, 1999, p. 192). Las matronas romanas, es decir, toda
mujer casada con hijos o sin ellos, pueden acudir a espectáculos públicos, tales como las lecturas,
participar en los convivia, reclinadas al lado de sus maridos (Hemelrijk, 1999, p. 49), tocar la lira,
algunas bailar e, incluso, discutir de losofía. Aunque esto último, al parecer, fue particularmente
molesto para algunos hombres. Al respecto, en la sátira VI dedicada a los “vicios femeninos,
Juvenal se queja de las mujeres con excesivo brillo intelectual, “ale permitido al marido cometer
un solecismo, reclama (p. 455), y sugiere moderación en el lucimiento de sus cualidades: “la mujer
prudente se impone límites, incluso en lo que es honesto” (p. 444).
Ahora bien, se debe ser cauto de considerar a los escritores de sátiras, como Juvenal y Marcial,
como la voz de una actitud masculina generalizada. La contraparte a su posición la encontramos en
Plinio, quien nos hace saber de su amigo Pompeyo Saturnino, quien lee públicamente las cartas de
su mujer para que su estilo sea admirado, a quien Saturnino alienta también a ser escritora (Ep. 1,
16). Se puede armar que tener una esposa culta, incluso hábil en la escritura, como señala Harris
(1989), se convirtió en signo de estatus. Lo cual se conrma en los monumentos fúnebres en los que
se les representan ya sea en fraternidad con las musas, doctae sorores (Hemelrijk, 1999, p. 32), o con
los instrumentos de escritura, como en la famosa tabla pompeyana: “Retrato de una muchacha,
de Pompeya (Seider, 1969, p. 40). De igual manera, se conrma por las alusiones a sus cualidades
como escritoras en los epitaos.
De acuerdo con este panorama, cabe preguntarse ¿qué escribe una mujer? Para responder a esta
pregunta, eludiendo el riesgo de caer en omisiones por ausencia de evidencia (es muy probable
que Clodia, la Lesbia de Cátulo escribiera poesía), nos remitimos tanto al análisis de Mercé Puig
(1997), quien localiza a las escritoras en Plinio, así a como Cicerón, quien destaca a Cornelia, y
Frontón a Domicia Lucila, con lo que tenemos que las mujeres mayormente escriben cartas, a
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diferencia de las poetas griegas. Aunque, de acuerdo con Gibson y Morrison, existe una cierta
cercanía entre la carta y las formas poéticas (2007, p. 9).
La importancia de las epístolas es mayúscula entre los romanos cultivados. En cuyo caso no
se trata solamente de comunicaciones incidentales, sino de un escaparate de sí mismos, a través
del cual se muestra y conserva una de las cualidades que es más apreciada entre ellos: su palabra
(Gibson y Morrison, 2007, pp. 1-16). Los Epistolarios agrupan las cartas que conocemos, en aras
de su conservación y eventualmente su circulación (Ebbeler, 2007, p. 301). En función de que, en
general, la correspondencia suponía cierta lejanía entre los interlocutores, su material fue muy
variado: láminas de plomo, piel, madera y, eventualmente, papiro. Una vez reunidas, las epístolas
eran copiadas en un soporte que las conservara y, más tarde, les permitiera circular (Trapp, 2003, p.
2). Este conjunto de epístolas tuvo valor de género literario. En tanto que género, es de observarse
su necesaria circulación. Es decir, a pesar de que encontramos una voz íntima que se reere a un
destinatario particular, el cuidado de las palabras y el estilo es muy importante, porque las cartas
son susceptibles de ser leídas por un público mayor. Además, la idea de reserva que el mundo
contemporáneo tiene, no coincide con las formas de la subjetividad de la antigüedad: se es, sólo
porque uno mismo se muestra ante todos.
Desde nuestra concepción, la carta que no es un ocio burocrático, tiene un dejo de intimidad,
de vertirse uno mismo en las palabras que se enviarán a un interlocutor ausente, pero cuya
presencia está en nuestra mente. Por esa cualidad inherente a las cartas, Gibson y Morrison las
consideran como un diálogo partido por la mitad. Sin embargo, en la antigüedad tal intimidad
se proyecta hacia un público más amplio que el mero destinatario. Por eso, más como género
y no estrictamente como mensaje –caso de las que Ático rechazó que fueran publicadas–, las
cartas conguran un espacio ontológico en el que quien escribe crea su retrato; puliendo su
palabra, dene los contornos de sí mismo que quiere transmitir, moldea las relaciones que desea
sostener, intenta persuadir, formula un “nosotros, además de que se dan instrucciones de asuntos
domésticos. Bajo esta cualidad, se encuentran las que menciona Plinio el joven, respecto de su
suegra, Pompeya Celerina, con quien mantuvo una relación constante; a pesar de la muerte de la
hija y sus subsecuentes nupcias. Plinio apreció sus cartas por el estilo de su escritura (que podemos
intuir poética, pues no se han conservado).
Tenemos, pues, que como indican Gibson y Morrison, la carta antigua es una categoría
ontológica (2007, p. 1), en la que se vierte el sí mismo de quien escribe. Por ejemplo, en ella
se maniesta vivamente el tipo de respuesta que es necesario tener ante la pena. Se reconviene
a los amigos frente a los errores. Con mayor importancia, se aanza el “nosotros” que formula
el círculo de pertenencia y el nivel de autoridad que cada uno tiene, justo por la imagen que
formula de sí mismo. Esta imagen se logra no sólo describiéndose, sino destacando los valores
que le parecen apropiados, señalando a los otros las pautas que uno mismo aprecia y eligiendo
como remitentes a aquellos a los que se considera iguales en dignidad, o bien a quien se quiere
modelar para considerar un par. Por lo que la importancia no sólo del vínculo que alguien como
Plinio desea subrayar con algunas mujeres (Shelton, 2013, p. 9), sino también el hecho de que ellas
mismas sean autoras, nos da una idea de la valía que las mujeres podían alcanzar por sí mismas,
con todo y el vínculo que las liga a su tradición.
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Hacerse una imagen: mujeres y educación en la Roma imperial
Recapitulando, entre las actividades loables de una matrona, está tanto ser ella misma educada como
estar pendiente de la educación de sus hijos. Su educación, en tanto mujer casada, se apoya principalmente
en su marido, con quien en general se termina la labor del gramático y se pasa a la losofía (Hemelrijk,
1999, pp. 30-31). Qué tanto se avanza en ésta es complicado de señalar, a falta de evidencia. No obstante,
siguiendo las pautas del modo de concebir la vida losóca en Roma, podemos tener una idea del avance
que algunas de estas mujeres alcanzaron.
Para tener un panorama general, atendamos a las palabras registradas en el Pseudo-Plutarco:
a través de la losofía es posible conocer “lo que es honorable y lo vergonzoso, lo que es justo e
injusto, lo que, en breve, debe ser elegido o rechazado, cómo un hombre debe comportarse en
sus relaciones con los dioses, con sus padres, con sus mayores, con las leyes, con los extranjeros,
con sus autoridades, con amigos, con su mujer, sus hijos, sus sirvientes…]”. Tenemos, pues, que
la losofía en Roma instruye sobre el modo en que se ha de vivir. Es verdad que este punto no es
de una importancia menor, y que, al margen de los trabajos de Michel Foucault (2001) y Pierre
Hadot (2000) al respecto, se pueden seguir los puntos fundamentales de una philosophia togata.
Sin embargo, por la amplitud del tema, nos basta para esta exposición armar la manera en que las
mujeres integran a sus vidas las pautas de la losofía. En tal sentido, Séneca en su Consolación a Helvia
resulta ilustrativo. Ahí, señala a su madre que el estudio de la losofía le puede ayudar a librarse de
la tristeza, a enfocarse a cumplir con su deber de matrona, educando a su nieta y ayudando a evitar
los vicios femeninos: un luto exagerado, la desvergüenza motivada por las riquezas, vergüenza de
su fecundidad (disimulando el vientre hinchado y abortando), abuso en el maquillaje, impudicia
en la vestimenta. Es verdad, tal como se ha señalado apropósito de la posición de Musonio Rufo
respecto al estoicismo en las mujeres, que a la sensibilidad contemporánea tales pautas resultan
chocantes, porque a primera vista parecen fortalecer una estructura patriarcal rígida (cf. Engel,
2003). Sin embargo, ese juicio, consideramos, impregna al mundo antiguo de nuestras propias
valoraciones. Trataremos de señalar la manera en que en Arria la mayor el estoicismo, por el
contrario, la fortalece y le aanza una rebeldía que le ayuda a enfrentar el régimen. Además de
que, como hemos tratado de subrayar, el estado espiritual de la época establece unos linderos
muy diferentes a los nuestros. Sin embargo, las circunstancias a través de las cuales Arria la mayor
arma su fortaleza estoica son excepcionales. Por ello, consideramos pertinente, antes de abordar
sus actos, exponer el retrato de una romana culta que no tuvo que enfrentar tales adversidades.
Con Domicia Lucila, madre del emperador Marco Aurelio, tenemos una imagen muy cercana
a la idealizada Cornelia. Su familia estuvo particularmente ligada al poder, que se ha identicado
como el “clan hispano”: “un grupo amplio y poderoso de senadores y equites hispanos de Roma,
elevados desde la época de Augusto, pero especialmente bajo Vespasiano, y miembros del
concilum amicorum de su hijo Tito en alianza con galos narbonenses y con fuertes complicidades
con los pretorianos” (Canto, 2003, p. 321). Fue hija de Calvisio Tulio (dos veces cónsul) y nieta
de Catilio Severo (dos veces cónsul, prefecto y gobernador de Siria, muy cercano al emperador
Adriano). Reparemos brevemente en el ambiente familiar de Domicia, con quien vivió Marco
Aurelio en el monte Celio hasta el momento en que fue adoptado. Su bisabuelo tuvo la expectativa
de ser el sucesor de Adriano. De él reconoce Marco el no menoscabar recursos invertidos en su
educación, y como evidencia del cuidado de ésta, tenemos que en su casa creció Herodes Ático,
una de las glorias de la segunda sofística. Domicia, pues, se crió en un ambiente en que la cultura
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helenística era de primera importancia (Grimal, 1997, pp. 35-38). En el Celio se hablaba griego. Es
particularmente signicativo que Fronn suplica a Marco que revise una carta que ha enviado a
su madre, en griego, y teme haber escrito mal (Ep., 115 y 119).
Sólo tangencialmente podemos saber de su educación. Como se ha señalado, las niñas se
beneciaron de la formación que compartían con los varones. Así, tenemos la clave para comprender
la preocupación de Frontón
2
cuando le envía cartas en griego, pues su manejo del mismo, nos
informa, es muy superior al del rétor. También podemos intuir el cuidado en la educación de su
hijo, tanto por las charlas que, según el epistolario frontoniano, mantenían, y porque se nos dice
que en el Celio –ubicación de su casa, incluso durante su viudez– se hablaba griego. Cuando a los
11 años, Marco Aurelio tomó el atuendo cínico, a regañadientes aceptó que su madre cubriera
de pieles su lecho. La Historia Augusta nos muestra una mujer piadosa al adornar una imagen de
Apolo en su jardín. Sabemos que manejó un gran caudal, principalmente por herencias. La misma
Historia Augusta nos indica que llamó a sus hijos para hacer las particiones del patrimonio de su
padre –del que Marco Aurelio renunció a su parte–, por lo que podemos intuir que, lo mismo que
Cornelia, prescindió de tutor.
3
El Epistolario frontoniano, por su cuenta, destaca la cercanía que el rétor mantuvo con la corte de
Marco Aurelio (Freisenbruch, 2007, pp. 235-255). Repara en asuntos domésticos, particularmente
en el estado de salud de cada uno, tanto por cortesía como para destacar el grado de intimidad
que tiene con la familia del emperador. El intercambio entre Marco y Frontón parece burdo, si se
le compara con otros epistolarios célebres, pero se pueden percibir en él las recriminaciones, los
exabruptos amorosos, las palabras de consuelo de una amistad que no se busca por el favor o la
obligación. Son palabras sinceras. Así, en el elogio que hace de la madre del emperador, podemos
retener las virtudes que de ella exalta:
Lo propio hubiera sido que las mujeres de todas las partes se hubieran reunido y celebrado
tu cumpleaños; primero, las mujeres sencillas, que aman a sus maridos y a sus hijos; después,
las auténticas y sinceras; en tercer lugar, que lo celebrasen las discretas, afables, corteses y
modestas. Muchas otras clases de mujeres habría que participasen de la alabanza de tu virtud,
pues tú posees y conoces las virtudes y saberes que convienen a la mujer, lo mismo que Atenea
posee y conoce todas las artes, mientras que cada una de las mujeres conoce sólo una fracción
de la virtud y por ello es alabada, de la misma forma que la alabanza de las Musas se hace en
relación con el arte particular de cada una (Ep., 48).
Evidentemente, en ocasión del cumpleaños de Domicia, la grandilocuencia de Fronn nos dice
mucho más de la visión idealizada de la mujer romana. Sin embargo, el aspecto de la educación
reluce en diversos pasajes de la misma correspondencia. En contraste, Marco Aurelio, en las
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Marco Cornelio Frontón fue gloria de la retórica romana, comparado con Cicerón. Mantuvo una estrecha
correspondencia con Marco Aurelio, quien fuera su alumno. Su esposa e hija mantenían una proximidad afectiva
importante con Domicia Lucila.
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Las mujeres viudas estaban obligadas a tener un tutor para manejar su caudal. En general, ellas mismas podrían designar
a sus tutores, frecuentemente parientes cercanos. Sin embargo, se encuentran algunas excepciones, por ejemplo, la
reforma de Augusto, quien otorgó una personalidad jurídica independiente a las madres de tres hijos.
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Hacerse una imagen: mujeres y educación en la Roma imperial
Meditaciones, le dedica breves palabras en su agradecimiento, pero parecen corroborar la visión
de conjunto que Frontón exalta. De las breves referencias directas a su persona, hemos de
considerar como la fuente principal las palabras que le dedica su hijo Marco. La excepcionalidad
de esta obra descansa en que se trata de un texto privado, si cabe la expresión. No fue concebido
para su circulación, pues su escritura era un ejercicio espiritual reservado para sí mismo (Hadot,
1997). En tal sentido, aunque revista todo el sesgo subjetivo que la formación de sí de su autor le
puede dar, podemos conar en la sinceridad de las palabras ahí vertidas. No sólo en función de
la estructura misma del libro, y de que Marco Aurelio no deseó llegar a los demás –como sí hizo
Séneca–, sino también por el carácter reservado del autor, quien incluso escondía sus ejercicios
retóricos. En tal sentido, los agradecimientos representan más una disposición interior que una
dedicatoria abierta a la cual alguien pudiera acceder.
Con estas notas, podemos apreciar plenamente las palabras breves que Marco dedica a su
madre en sus Meditaciones:“De mi madre: El respeto a los dioses, la generosidad y la abstención no
solo de obrar mal, sino incluso de incurrir en semejante pensamiento; más todavía, la frugalidad
en el régimen de vida y el alejamiento del modo de vivir propio de los ricos.
Lleva pues, Domicia Lucila, un régimen de vida que ha impregnado al emperador lósofo, y
del que se puede valorar como cultivo de sí. Ahora bien, es claro que la losofía en Roma descansa
en la asociación de la conducta moral atribuida a los ancestros y el conocimiento de los dogmas,
dada la asimilación del mundo helenístico. Que las mujeres se formaran en los dogmas es algo que
no cabe dudar, aunque no tengamos plena evidencia de ello. Séneca menciona tangencialmente el
interés de su madre en tales estudios (con la oposición de su padre). Y tanto Cicerón como Marcial
remarcan las habilidades de Porcia, la hija de Catón y esposa de Bruto, para el debate losóco.
Siguiendo este esquema, se puede admitir que Domicia se guiara a través del conocimiento de la
losofía. No obstante, no podríamos armar con toda asertividad con qué clase de dogmas, e incluso
a través de qué ejercicios se ha conformado a sí misma. No así con las Arrias, quienes declaradamente
se consideran como estoicas. Tengamos presente que el estoicismo es principalmente una losofía
de la coherencia consigo mismo, y, en ese sentido, su lógica, física y ética apuntan a resolver los
dilemas que se enfrentan en la cotidianeidad. El punto aquí es que esos dilemas se presentaron
respecto a las posiciones políticas. Así pues, no son menos célebres sus acciones respecto de las
que enfrentaron sus maridos.
Arria la mayor, casada con Cécina Peto, opositor de Claudio, siguió a su marido en el exilio,
y se hizo célebre porque cuando su marido fue condenado a muerte, ella le mostró el camino del
suicido honroso. A través de las palabras de Plinio el joven, podemos identicar tres momentos
cruciales en que mostró su entereza estoica. Primero, cuando su esposo e hijo sucumbieron a
la enfermedad; habiendo muerto el hijo, seguía atendiendo al esposo contendiendo las lágrimas
para que no se enterase del deceso del hijo y mintiendo respecto a su mejoría; ordenó el funeral,
y se admira Plinio diciendo: “¡Cuántas más fuerzas y valor se necesitaban cuando, privada de
tan poderoso auxilio, contiene el llanto, ahoga el dolor y se muestra todavía madre cuando
ya no tiene hijo!”. Luego, cuando Cécina Peto fue exiliado, suplicó que le llevaran con él como
una esclava más: “no podéis –les dice– negar a un varón consular algunas esclavas que le sirvan
la mesa, que le vistan y le calcen. Yo sola le prestaré esos servicios. Al no conseguirlo –pues se
trataba de una matrona de rango senatorial–, le siguió en una frágil embarcación. Finalmente, el
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Revista ProPulsión. Interdisciplina en Ciencias Sociales y Humanidades
dramático momento de la muerte: “¿Qué puede haber más bello que coger un puñal, clavárselo
en el pecho, arrancarlo ensangrentado y con la misma mano presentarlo a su marido, con estas
palabras inmortales y casi divinas: ‘Peto, no duele’ ” (Ep. 3.16).
La entereza estoica de estas mujeres se pone de maniesto, en la medida en que el conocimiento
es una preparación para la prueba. Fannia lo demostró, no sólo en el exilio al que fue lanzada
por haber pedido que se escribiera un libro de la vida de Helvidio, exilio al que fue sometida
también su madre, Arria la menor, sino también, según nos transmite Plinio, en la manera en la
cual enfrentó la enfermedad:
Cumpliendo estos deberes (de cuidar a una vestal), ha caído enferma Fania, que tiene
una ebre continua, tos que aumenta por momentos, se encuentra muy demacrada y con
inexplicable abatimiento. Lo único bueno que conserva es el ánimo y el valor, que siempre
fueron en ella dignos de su esposo Helvidio y de su padre Traseas. Todo lo demás la abandona,
aterrándome y poniéndome en mortal angustia. Me desconsuela ver desaparecer de Roma tan
ilustre familia, que tal vez nunca será reemplazada (Ep. 7.19).
Tenemos, así, que el proceso por el cual estas mujeres se individualizaron, es decir, tuvieron actos
destacables que las hicieron distinguibles, conrma una alta idea de libertad: la de darle una forma
a su propia vida, guiada a través de una intensa relación con la norma –norma expresada tanto en
el saber losóco como en las leyes de la ciudad– y consigo mismas.forma a su propia vida, guiada
a través de una intensa relación con la norma (norma expresada tanto en el saber losóco como
en las leyes de la ciudad) y consigo mismas.
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