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Hacerse una imagen: mujeres y educación en la Roma imperial
Ahora bien, aunque el semblante de la educación romana no fuera unívoco en general, el
curso de la formación educativa siguió la trayectoria establecida desde la época helenística que,
grosso modo, consistía en tres etapas: la primera, en casa, donde aprendían las primeras letras y
los rudimentos del cálculo; después, acudían los niños y niñas, acompañados de su pedagogo, al
establecimiento del gramático. De acuerdo con la riqueza de la familia, podían tener al gramático
en casa, con lo que se evitaban las peligrosas caminatas al establecimiento del maestro. La
siguiente etapa sería la retórica, para nalizar con el estudio de las leyes y la losofía. Como se ha
dicho, marcamos este trayecto en términos generales. En esta última etapa, podría no recurrirse
a maestros, en sentido profesional, sino al contubernio, es decir, a los amigos del pater familias, o
darse cumplimiento acompañando a los mayores al senado.
A la etapa nal de la educación, no alcanzaban a llegar las chicas, pues se consideraban aptas para
el matrimonio desde los doce años, casándose, en promedio, a los catorce. En algunas ocasiones, el
esposo, quien generalmente era mucho mayor que ella y no sólo había concluido sus estudios,
también podría haber iniciado el cursus honorum, continúa con su formación (Hemelrijk, 1999,
pp. 18-28). Este punto es relevante, pues, aunque es claro que el orden patriarcal de la sociedad
romana coloca a las mujeres en la administración de la casa, esto no implica que ellas mismas se
involucraran en actividades domésticas. Para decirlo en breve, su lugar no era la cocina. Si bien,
de acuerdo con la moral augústea deben ser capaces de hilar, su gobierno sobre la casa se remite
a la supervisión de los esclavos (Pomeroy, 1999, p. 192). Las matronas romanas, es decir, toda
mujer casada con hijos o sin ellos, pueden acudir a espectáculos públicos, tales como las lecturas,
participar en los convivia, reclinadas al lado de sus maridos (Hemelrijk, 1999, p. 49), tocar la lira,
algunas bailar e, incluso, discutir de losofía. Aunque esto último, al parecer, fue particularmente
molesto para algunos hombres. Al respecto, en la sátira VI dedicada a los “vicios femeninos”,
Juvenal se queja de las mujeres con excesivo brillo intelectual, “séale permitido al marido cometer
un solecismo”, reclama (p. 455), y sugiere moderación en el lucimiento de sus cualidades: “la mujer
prudente se impone límites, incluso en lo que es honesto” (p. 444).
Ahora bien, se debe ser cauto de considerar a los escritores de sátiras, como Juvenal y Marcial,
como la voz de una actitud masculina generalizada. La contraparte a su posición la encontramos en
Plinio, quien nos hace saber de su amigo Pompeyo Saturnino, quien lee públicamente las cartas de
su mujer para que su estilo sea admirado, a quien Saturnino alienta también a ser escritora (Ep. 1,
16). Se puede armar que tener una esposa culta, incluso hábil en la escritura, como señala Harris
(1989), se convirtió en signo de estatus. Lo cual se conrma en los monumentos fúnebres en los que
se les representan ya sea en fraternidad con las musas, doctae sorores (Hemelrijk, 1999, p. 32), o con
los instrumentos de escritura, como en la famosa tabla pompeyana: “Retrato de una muchacha”,
de Pompeya (Seider, 1969, p. 40). De igual manera, se conrma por las alusiones a sus cualidades
como escritoras en los epitaos.
De acuerdo con este panorama, cabe preguntarse ¿qué escribe una mujer? Para responder a esta
pregunta, eludiendo el riesgo de caer en omisiones por ausencia de evidencia (es muy probable
que Clodia, la Lesbia de Cátulo escribiera poesía), nos remitimos tanto al análisis de Mercé Puig
(1997), quien localiza a las escritoras en Plinio, así a como Cicerón, quien destaca a Cornelia, y
Frontón a Domicia Lucila, con lo que tenemos que las mujeres mayormente escriben cartas, a